La brecha digital: una cuestión de bienestar
La brecha digital de género afecta el bienestar digital de las mujeres, ampliando desigualdades y vulnerabilidades en su relación con las tecnologías.
Si atendemos al concepto de bienestar digital podemos observar cómo existen multitud de dimensiones al respecto de las cuales nuestra realidad social ha cambiado enormemente. Con la creciente aceleración del desarrollo tecnológico son muchas las dinámicas y comportamientos humanos que se han transformado y han quedado mediados por una serie de mecanismos y herramientas que determinan una forma particular de consumir, relacionarnos con nuestro entorno, participar de la vida pública, etc. De esta manera, a la vez que construimos nuevas realidades sociales digitales que modifican profundamente nuestra cotidianidad, surgen retos y hasta ahora desconocidos para nuestro bienestar. Esto ha acabado convirtiéndose en central para la sociedad actual, que debe responder a las problemáticas planteadas como fruto del proceso de advenimiento digital.
Vaughan y Moore ofrecen una definición de bienestar digital basada en la capacidad humana para conseguir un estado de salud general a partir de la interacción con la tecnología, que debe instituirse como mecanismo de promoción y no de socavamiento de la misma (Vaughan & Moore, 2022). En este sentido, y teniendo en cuenta los enormes requerimientos tanto de tiempo como de recursos que nos plantea el mundo digital, alcanzar un uso equilibrado y consciente de las nuevas tecnologías resulta fundamental. Diferentes estudios constatan como un empleo abusivo puede conducir a impactos severos en la salud física, emocional y social de las personas. En este artículo, nos centraremos en algunas manifestaciones concretas de tales impactos.
En primer lugar, la creciente presencia de las nuevas tecnologías en nuestras vidas parece estar estrechamente relacionada con un aumento de los niveles de estrés y ansiedad. En concreto, se ha dado lugar a un nuevo espacio de comparación social en el que la presión por mantener ciertos estilos de vida o una imagen adecuada a los cánones de normatividad actuales son muy importantes. Todo ello en un contexto como es el de las redes sociales, que presenta una imagen falseada e idealizada de las vidas y experiencias ajenas (Twenge & Campbell, 2018), y especialmente entre las cohortes de edad jóvenes y adolescentes que tienden a realizar un uso intensivo de las mismas. Tal y como puede observarse en los datos aportados por la Encuesta de Brecha Digital de Género en España, un 18,9% de la población española declara una autopercepción negativa al respecto de su imagen personal en relación a la imagen del resto de personas que ve y sigue en redes sociales. Si nos fijamos en la distribución por género del fenómeno, vemos como tendencialmente las mujeres sufren en mayor medida los efectos negativos de las comparaciones a través de redes sociales. Un 21,1% de las mismas se declaran partícipes de tal sentimiento, frente al 16,5% de los hombres. Asimismo, si atendemos a la distribución etaria, podemos observar cómo se establece una relación inversamente proporcional entre la edad y una autopercepción negativa al respecto de la imagen personal en redes sociales. Conforme disminuye la edad se incrementan los niveles de autopercepción negativa, alcanzando el índice su punto álgido entre las personas de 18 a 29 años. Prácticamente un tercio de las mismas (un 31,7%) sufren las consecuencias de la generación de este nuevo espacio de comparación social. También observamos cómo entre la población española existe un cierto porcentaje (10%) de personas que consideran que su vida no es tan interesante como la de aquellas personas que ven y siguen en redes sociales. Aunque con menor intensidad, este fenómeno también adquiere una dimensión especialmente reseñable entre las mujeres y los/as jóvenes.
Si profundizamos en nuestro análisis, podemos observar cómo existe una amplia proporción de personas que, independientemente de las potenciales distorsiones que puedan sufrir al respecto de su imagen o vida personal como fruto de su participación en redes sociales, declaran una serie de impactos en su vida cotidiana muy concretos, y que, partiendo de la definición de Vaughan y Moore, no parecen favorecer la promoción de su salud, sino antes bien, su socavamiento. Así, autoras como Kimberly Young estudian cómo las conductas adictivas se han trasladado al entorno digital, dando lugar a manifestaciones similares a las del resto de adicciones: usos problemáticos y compulsivos, dependencia psicológica, pérdida de control sobre los tiempos de utilización, etc. Ejemplo de ello es la significativa proporción de españoles/as que declaran dificultades a la hora de dejar de usar internet cuando están conectados/as (aproximadamente un 23%). Una vez más, la distribución del fenómeno por grupos de edad vuelve a resultar clave a la hora de situarlo en su contexto. Mientras que un 47,7% de las personas de 18 a 29 años hacen suya tal afirmación, únicamente un 10% de las pertenecientes al grupo de edad de 60 a 74 años la respaldan. También resulta llamativa la aún mayor proporción de personas que recurren a internet como mecanismo dirigido a paliar el desánimo y la tristeza. Aproximadamente un 30% reconocen que tratan de evadir tales sentimientos haciendo uso de internet, siendo las cohortes de edad de entre 18 y 29 años (64,4%) y de 30 a 44 años (40,6%) entre las que más se acentúa semejante fenómeno.
Más allá de las afectaciones psicológicas que puedan derivar del uso abusivo de las nuevas tecnologías, resulta innegable la gran cantidad de personas que no se sienten seguras mientras hacen uso de herramientas digitales. En primer lugar, el ciberacoso y la exposición a comentarios de tintes sexistas, racistas, homófobos, etc., son más que habituales en nuestra sociedad. Mientras que el primero es una de las formas más comunes de violencia en internet y se define a partir de actitudes hostiles hacia ciertas personas, la segunda no es más que una traslación de la desigualdad y la subalternidad de ciertos colectivos y grupos sociales a la esfera digital, y puede conducir a una sensación de inseguridad que desemboque en una inhibición autoimpuesta de los espacios en línea (Hinduja y Patchin, 2018). A este respecto, aproximadamente un 15% de la población española declara haber sufrido algún tipo de violencia en internet. Destaca cómo entre aquellas mujeres que afirman formar parte de este conjunto poblacional violentado, un 27,1% de las mismas consideran que tiene algo que ver con su género, mientras que sólo un 2,7% de los hombres respaldan esta hipótesis, los cuales se inclinan antes por atribuir la violencia sufrida a cuestiones políticas e ideológicas (28,1%). Asimismo, y tal y como se apuntaba anteriormente, puede observarse como es significativamente mayor el porcentaje de mujeres que reaccionan ante las violencias sufridas, absteniéndose de participar en internet y cerrando sus cuentas en redes sociales (un 8,6% frente al 2,8% de los hombres). En esta línea, y como uno de los posibles factores explicativos, podemos identificar la menor capacitación que expresan las mujeres a la hora de cambiar contraseñas y configurar los niveles de seguridad de sus dispositivos, lo cual las conduce a una minoración de sus posibilidades de autoprotección frente a las violencias sufridas (un 22,7% de las mismas aseguran no saber ejecutar la tarea, frente al 11,7% de los hombres).
En términos generales, y siempre partiendo de la base de que las desigualdades de género en el ámbito digital no son más que una traducción de una situación de subalternidad que se manifiesta también en el resto de las esferas sociales, pueden identificarse una serie de factores específicos que explican estas inequidades. El menor acceso a dispositivos y la menor capacitación en tecnologías por parte de las mujeres pueden explicar su mayor vulnerabilidad frente a la violencia en contextos digitales o, al menos, su mayor nivel de desprotección ante estas situaciones. En primer lugar, resulta muy llamativo como para la práctica totalidad de dispositivos, estas presentan menores niveles de tenencia. Únicamente al respecto del teléfono fijo -que por otra parte resulta un dispositivo tremendamente desactualizado y que ofrece posibilidades muy limitadas-, son ellas las que afirman un mayor equipamiento. Para los dispositivos de mayor complejidad y apertura de posibilidades son los hombres los que se imponen (por ejemplo, un 93,6% de los hombres afirma tener teléfono móvil inteligente, frente al 88,8% de las mujeres).
Asimismo, entre las mujeres existe un menor nivel competencial en relación con el uso de las nuevas tecnologías. Mientras que un 35,9% de los hombres consideran que su nivel de competencias digitales es avanzado o altamente especializado, únicamente un 20,3% de las mujeres se autoubican en estas categorías. Aparte de la configuración de seguridad y contraseñas en dispositivos que ya se ha mencionado anteriormente, los hombres expresan un mayor nivel competencial al respecto del conjunto de áreas contempladas en la Encuesta de Brecha Digital, incluidas las relativas a la implementación de estrategias de control y limitación del uso digital, que pueden servir a la hora de prevenir ciertas adicciones o usos abusivos de herramientas digitales. Todo ello queda reflejado en unos mayores niveles de dependencia de las mujeres al respecto de terceros/as para hacer uso de las nuevas tecnologías. Mientras que un 52,7% de las mujeres se han identificado como dependientes digitales, solamente un 38,4% de los hombres comparten esa misma opinión al respecto de sí mismos, siendo la diferencia de 14,3 puntos porcentuales.
Esta hipótesis, que trata de explicar el mayor nivel de desprotección de las mujeres en base a sus menores índices de acceso y competencias digital, queda complementada por el mayor interés que presentan estas por las nuevas tecnologías como medio para establecer o profundizar al respecto de sus relaciones sociales (un 38,8% las consideran bastante o muy importantes, frente al 21,1% de los hombres). Este aspecto resulta de una cierta importancia, ya que la mayor parte de las violencias y desigualdades de las que hasta ahora se ha hablado se ejercen y se sufren en ámbitos digitales dirigidos al establecimiento de relaciones sociales.
De esta manera, podríamos deducir que la suma de una mayor desprotección, y una mayor presencia en contextos potencialmente violentos o generadores de desigualdades, conduce a que las mujeres afronten una serie de brechas de género que en gran medida tienen que ver con el bienestar digital. En conclusión, resulta urgente reflexionar acerca de cómo la brecha digital de género también se manifiesta en mayores dificultades por parte de las mujeres a la hora de alcanzar unas cuotas adecuadas de bienestar digital. De esta forma, generar entornos más seguros y dotar de herramientas de protección son algunos de los ejes de mayor importancia de cara a garantizar que la participación de las mujeres en los contextos en línea pueda darse con total normalidad.

La Fundación Ferrer Guardia es una entidad sin ánimo de lucro que, desde el 1987, trabaja en la investigación, el asesoramiento y el diseño de políticas públicas para fomentar la emancipación y la participación ciudadana activa y crítica.
Bibliografía
- Vaughan, A., & Moore, E. (2022). Digital wellness: balancing life and technology. Contemporary Psychology.
- Twenge, J. M., & Campbell, W. K. (2018). The paradox of social media and loneliness. Cyberpsychology, Behavior, and Social Networking.
- Hinduja, S., & Patchin, J. W. (2018). Connecting Adolescent Suicide to the Severity of Peer Victimization. Suicide and Life-Threatening Behavior, 38(5), 641–651.